Friday, December 23, 2016

Balance (The Wave Pictures)

Me corté el pelo y vos te lo dejaste crecer. Siempre tiene que haber la misma cantidad de pelo en el mundo. Desde la planta de mis pies hasta las raíces de mis encías, vas a ser vos a quien recurra cuando necesite ayuda. Con el tiempo vamos a perder un tornillo y otro y otro. Yo los tuyos, vos los míos. Y los tornillos van a rebotar por la calle hasta detenerse en una playa y van a dejar atrás pequeños cráteres sobre la arena. Dame tu mano. Me gusta tu mano. Construyamos un planeta con planos imposibles.

Thursday, December 22, 2016

Sos lo más (Cole Porter)

Sos el Coliseo.
Sos el Museo del Louvre.
Sos la melodía de una sinfonía de Strauss.
Sos un bonete victoriano.
Un soneto de Shakespeare.
Sos Mickey Mouse.
Sos el Nilo.
Sos la Torre de Pisa.
Sos la sonrisa de la Mona Lisa.
Sos Mahatma Gandhi.
Sos el brandy Napoleón
Sos la luz púrpura de una noche de verano en España.
Sos la National Gallery.
Sos el cachet de Greta Garbo.
Sos papel celofán.
Sos sublime.
Sos una cena turca.
Sos el tiempo, el tiempo de un campeón de turf.
Sos un Arrow Collar.
Sos el dólar Coolidge.
Sos la huella ágil de los pies de Fred Astaire.
Sos una obra de O'Neill.
Sos una corbata Arrow.
Sos el paso ágil de Fred Astaire.
Sos una obra de O'Neill.
Sos el Retrato de la madre del artista.
Sos queso Camembert.
Sos una rosa.
Sos el Infierno de Dante.
Sos la nariz de Jimmy Durante.
Sos una danza de Bali.
Sos un tamal caliente.
Sos un ángel.
Sos divina.
Sos Botticelli.
Sos Keats.
Sos Shelly.
Sos Ovaltine.
Sos un boom.
Sos el dique Hoover.
Sos, como dicen los franceses, "le trop".
Sos la luna sobre el hombro de Mae West.
Sos la ensalada Waldorf.
Sos una balada de Berlin.
Sos el bote que brilla sobre el Zuiderzee.
Sos un viejo cigarro Dutch Master.
Sos Lady Astor.
Sos el brócoli.
Sos el amor.
Sos la estepa rusa.
Sos los pantalones de Roxy Usher.
Sos lo más.

Friday, April 22, 2011

La pesadilla de Will Oldham en Retiro (Jeffrey Lewis)

Hoy iba a ir a masterizar el disco nuevo al estudio de Matías Mercatti. Me tomé el tren de San Fernando hacia Retiro y viajé todo apretado. Estaba muy concentrado mirando a una chica cuando me pareció ver a Will Oldham, el actor y cantante norteamericano, parado al lado de la puerta. Tenía puestos los mismos anteojos de sol que usó en un recital que trasmiten siempre por MTV, en Bowery Ballroom. Me pregunté qué pasaría si me acercaba y lo invitaba a comer a mi departamento de dos ambientes. Creo que en ese momento no le dije nada porque tuve miedo de desilusionarme y verlo como una persona más del montón. Will da la impresión de ser de esos que siempre consiguen lo que quieren. Mucha gente piensa que es un charlatán, un niño mimado, pero en la cultura indie nadie puede darse el lujo de ignorarlo. Incluso aunque el primer contacto sea difícil y no cause una gran impresión de entrada, se vuelve adictivo después de escucharlo durante un tiempo.

En todas estas cosas pensaba mientras iba en el tren hacia Retiro. Pensaba, por ejemplo, en que una cosa son los Rolling Stones del ’65 y otra muy distinta son los Stones del ’69. Pensaba, también, en el bien y el mal: ¿cuánto hay que sacrificarse como artista para que tu música valga la pena? Yo no nací una cuna de oro, no nací adentro del castillo. Igual, tanto soñar con la fama y con estar de moda y al final te das cuenta de que lo que hace que un artista valga la pena es otra cosa.

Hoy estaba yendo a masterizar ese disco nuevo y mediocre al estudio de Matías Mercatti. En el tren de San Fernando a Retiro me pareció ver a Will Oldham. ¿Qué hacía Will en un tren en el conurbano bonaerense? ¿Había venido a ver la miseria de los alrededores de su castillo en Kentucky? ¿Vino a buscarnos a nosotros, los nobles artistas de países tercermundistas que se cortan la cabeza entre sí para alimentar su propio ego? A nuestras madres les gusta lo que hacemos y nuestros amigos vienen a los shows, pero las cosas no pasan de ahí. Si un amigo se vuelve conocido, enseguida lo consideramos un enemigo. Volvemos a casa con nuestros compañeros de cuarto después de pagar por tocar en algún auditorio medianamente conocido. ¡Qué horror! No quiero estar metido en esto durante toda la vida. Prefiero morir a seguir así. O, mejor dicho, prefiero relajarme. ¿Quieren entrevistarme por mail? Genial, qué más quisiera yo. “Che, ma, ¿adiviná qué hice hoy? ¡Di una entrevista por mail!”. Y ella: “Muy bien, mi amor, ¡sos famoso!”. Sí, famoso a los veintisiete años, contándole todo a su madre, que es la única que lo festeja. De chico pensaba que cuando creciera iba a hacer cosas por la humanidad. Es difícil entender si esta vida de artista realmente me está haciendo bien. Porque hoy iba a gastar bastante plata para masterizar el álbum en lo de Matías Mercatti, pero cuando lo vi a Will Oldham me quedé pensando. Y sentí la necesidad de caminar hacia él y preguntarle, en un inglés pobrísimo: “Is good to be indie star or best without it?”. Digo, porque tal vez el mundo sea un lugar mejor si fuéramos una comunidad de androides sin una pizca de creatividad pero con un trabajo decente, una casa linda, etc. Y durante nuestro tiempo libre podríamos hacer algo para promover la paz mundial, o podríamos estudiar y llegar a ser científicos, profesores de historia o policías no corruptos. “Come on, Will!”, le dije mientras lo sacudía del brazo. Él no respondía. Cuando abrió la boca para hablar, las ruedas del tren chillaron y no pude escuchar. El vagón se sacudió abruptamente y fuimos a parar los dos a un rincón. Yo grité: “Tell me! You have to tell me!”. El tren se detuvo en una estación y una manada de gente descendió. Yo miraba a Will directo a los anteojos y pensaba que él era un gran referente en su género pero que de todas formas debía sentir ganas de dejar todo algunas veces, cuando escuchaba un disco de Bob Dylan o de Neil Young. Seguramente pensaba: “A la gente le gusta lo que hago, pero nunca voy a ser tan bueno”. Aunque, ahora que lo pienso, seguro que Dylan también pasaba noches en vela pensando que nunca sería tan bueno como Allen Ginsberg o Camus. Dylan debía pensar que era un payaso que entretenía gente. En fin, creo que se entiende lo que quiero decir. Entonces, lo único que quería era que Will me dijera la verdad, porque estaba a punto de gastar plata en masterizar un álbum que en ese momento me parecía insignificante. Will seguía en silencio; yo lo tenía agarrado de la manga de la remera. De golpe pensé que me había confundido de persona y que en verdad no estaba frente a Will Oldham. Ahí fue cuando decidí alejarme y bajar del tren.

Comencé a caminar hacia la puerta pero de pronto sentí una mano pesada en mi hombro y luego su brazo alrededor de mi cuello. Will me bajó del tren a la fuerza y me arrojó sobre el pavimento. Amenazó con pisarme con su bota. Un segundo después, comenzó a pegarme en la cara con sus puños. Luego sonó la sirena del tren; él se subió y se fue. Desde la ventana gritó: “¡Los artistas son todos putos!”. Yo quedé tirado en la estación, solo y dolorido. Debo haber estado ahí durante quince minutos, la gente miraba extrañada pero no se acercaba. Definitivamente ese sujeto no era Will Oldham. Después de todo, no tenía lógica que estuviera en el país. Sin embargo, sea quien fuera, me quedé pensando en sus palabras. Quizás esta persona tuviera razón: hay gente fuerte y productiva y otra gente que realmente no aporta nada a la sociedad. Ya sé, suena discriminatorio y sexista, pero en el momento en que estaba tirado al lado de las vías del tren me pareció un razonamiento lógico. Nunca nadie me había pegado. Sí, tal vez los artistas son todos unos debiluchos… ¿y qué? Estoy seguro de que Matías Mercatti va a hacer un buen trabajo; es muy reconocido por sus habilidades para masterizar discos.

La canción que habla de sexo en el Chelsea Hotel (Jeffrey Lewis)

Ayer vi a una ex novia en el colectivo e intenté esconderme para no tener que saludarla. El colectivo estaba bastante lleno y no pude pasar para el fondo. Ella estaba sentada cerca de la máquina de boletos e iba leyendo un libro. Me pareció que era una novela de algún autor británico, de esos que le gustaban. Yo me ubiqué unos metros atrás suyo; ella no sacaba la vista de su libro. Al lado mío había dos chicos conversando. Uno la miraba de reojo; me dio la sensación de que era gay. Hacía años que no la veía: tenía el pelo muy corto, por arriba de los hombros, y unas hebillas de muchos colores. Además, en su espalda tenía un tatuaje nuevo que decía “Las Vegas”.

Yo estaba bastante nervioso e intentaba no pensar en la situación incómoda que se iba a dar si ella se levantaba para bajarse. ¿Qué hacía? ¿La saludaba? La última vez que la había visto estábamos en un bar. Apenas habíamos salido dos meses y me citó para decirme que yo me estaba tomando las cosas muy en serio y que no quería ningún compromiso. Ella estaba muy mal porque estaba saliendo de una relación larga. Yo no quería ningún compromiso tampoco; me pareció tan estúpido su argumento que decidí que no valía la pena verla más, si eso era lo que quería. En realidad, me hubiera gustado seguir viéndola pero sentí que no verla más sería como un castigo, porque en el fondo sabía que ella sí quería verme pero estaba haciéndose la difícil. Pensé en el bien y el mal. ¿Qué es esto de perderse de hacer lo que uno quiere por "hacer el bien" o "hacer lo correcto"? A veces actúo de una forma tan ridícula...

Me detuve a escuchar la conversación de los chicos que estaban al lado mío. Uno de ellos estaba describiendo una canción que hablaba de una mujer y un músico teniendo relaciones, revolcándose, dándose, cogiendo, garchando, culeando en un hotel y de lo genial que era la letra. El otro chico se reía y parecía fascinado. En ese momento, por puro impulso, me salió decir “¿Leonard Cohen?”. El chico dijo que sí, entusiasmado, y le dijo al otro “¿Viste?”. Parecía contento. Nos pusimos a charlar sobre Leonard Cohen y de lo buenas que estaban sus letras y la sinceridad con la que hablaba de todo. Estábamos los tres en un colectivo lleno hablando como si nos conociéramos de siempre.

Cuando tenía cuatro (Jeffrey Lewis)

Estoy convencida de que cuando tenía cuatro años era diez veces más inteligente de lo que soy ahora. Mis papás trabajaban todo el día y yo a la tarde me quedaba con mi niñera, una estudiante del secundario que se llamaba Eugenia. Ella siempre me decía que yo era de lo más creativa aunque se quejaba de que nunca me quedaba quieta. Yo le tenía miedo a la oscuridad, como la mayoría de los chicos. Mi temor más grande era creer que había sapos en la rejilla del baño. Me acuerdo de que estaba tan traumada que mi papá tuvo que desatornillar la rejilla un día para mostrarme que no había nada. A los seis años ya era más tranquila. Pasaba mucho tiempo mirando por la ventana de mi cuarto, vivíamos en un piso quince. Tengo la imagen de estar mirando por esa ventana y ver un río y un velero navegando. Estoy segura de que mi ventana daba al río. Sin embargo, mi mamá siempre dice que eso no es posible y que no se veía el río desde nuestro departamento en plena ciudad.

Cuando cumplí los nueve años, me volví una pervertida. Me acuerdo de que escuchaba canciones por la radio y pensaba que hablaban de actos sexuales. En cambio, para cuando tenía doce años me sentía una fracasada. Todos a mi alrededor se ponían de novios y yo era sumamente infantil; nadie se fijaba en mí. Usaba enteritos, gorras con visera y medias estiradas hasta la rodilla. Para los quince ya me había revelado por completo y tenía todo lo que quería. Salía todo el tiempo y tenía miles de amigos. En cambio, a los dieciséis me volví profunda e introspectiva de golpe. Nunca más volví a ser tan sociable. En ese momento pensaba que cuando creciera iba a hacer algo grande e importante. Ahora tengo treinta y uno y me doy cuenta de que no hice nada destacable en mi vida. No tengo novio siquiera. Todas mis amigas están casadas. Probablemente me quede sola para siempre. Pero la vida es así: unos tienen que perder para que otros puedan ganar. A veces pienso en el bien y el mal y llego a la conclusión de que ambos tienen que existir para que haya un equilibrio en el mundo. Mi mamá viene a casa los domingos y le hago brushing en el pelo, la ayudo a maquillarse. Vivo sola y tengo un gato que se llama Osiris, al igual que un dios egipcio que parece una pierna con cara. Para hacer algo de dinero, doy clases particulares de piano. Mis alumnos son casi todos de entre veinte y treinta años. Nunca me enamoré de ninguno.

La última vez que tomé ácido enloquecí (Jeffrey Lewis)

Hace seis años tomé ácido por primera y última vez. En ese momento enloquecí. Me acuerdo de que estaba en la casa de verano de un amigo, en Mar del Plata, y de repente mi mente explotó. Estaba sentado en el piso escuchando Pink Floyd cuando se me ocurrió que tal vez yo era gay y me puse paranoico. Le pedí a mi amigo una hoja y me puse a trazar rayas gruesas y, sobre ellas, la figura de un alien. Esta sensación duró como doce horas. Mi amigo también estaba mal. Salimos de su cuarto por la ventana y nos trepamos al techo de su casa. Yo estaba convencido de que me había caído y que en realidad estaba tirado sobre el pavimento. Pensé en el límite entre la cordura y la locura, entre el bien y el mal: si yo hubiera tirado a mi amigo del techo y lo mataba, ¿era culpable? ¿Hasta qué punto perdemos en control de lo que hacemos? ¿No será que lo que aflora en ese estado tan salvaje es lo que realmente queremos hacer pero nuestra conciencia reprime?

En el momento en que me percaté de que seguía en el techo, entré a la casa nuevamente y comencé a bajar las escaleras caracol de dos en dos. Parecían infinitas. Cuando llegué al living, quise abrir la puerta de calle pero no encontraba la manija. Creía que eran las puertas del cielo y que Dios no me dejaba entrar. Las reglas para los que toman ácido son simples. Uno: nunca tomar en compañía de gente que uno no conoce. Dos: El techo de una casa no es un buen lugar para quedarse. Tres: Hay que estar preparado para cualquier cosa y asumir el riesgo. Cuatro: No asustarse y mantener la calma. Cinco: Tener a un buen amigo cerca. Seis: No volverse demasiado introspectivo; de lo contrario, uno puede toparse con la soledad y la desesperanza de vivir una vida rutinaria y sin sentido.

A mí me pasó esto último, me sentí completamente solo y vacío. Fue en ese momento que enloquecí. Después pasó algo curioso: relaté mi experiencia con el ácido a varias personas y la gente la malinterpretó. Comencé a percibir que mis conocidos me trataban de forma distinta, me veían como un drogadicto y me miraban mal. Una vez, en una fiesta de disfraces, un chico vestido de paloma blanca me vino a ofrecer ácido. Le dije que no, que me divertía tomar alcohol pero tomar ácidos me deprimía. No quiero saber nada con el ácido. Soy una persona frágil que no aguanta demasiada presión.

La mudanza (Jeffrey Lewis)

A un año de irse a vivir juntos, Ramiro y Laura decidieron mudarse porque les habían aumentado el alquiler del departamento y ya no podían pagarlo. Al principio, Laura se sintió frustrada porque le gustaba mucho su departamento. Sin embargo, aceptó que tenían que hacer un cambio y empezó a mirar el diario por las mañanas en busca de otro lugar donde vivir. El barrio donde residían era bastante caro, por lo cual la mudanza implicaba moverse hacia otra zona de la ciudad. Al ser extranjera, su conocimiento se limitaba a su barrio, la zona céntrica y el área donde estaba su trabajo. Durante un tiempo, comenzó a tomar colectivos que nunca había tomado en busca de lugares distintos. Cuando veía un barrio que le gustaba, se bajaba y comenzaba a caminar. Entraba a los bares y hablaba con los mozos e intentaba imaginarse caminando por esas cuadras, haciendo compras o bajándose del colectivo de noche.

Al fin, un día encontró un departamento a un precio accesible en un barrio al que nunca había ido. Fue con Ramiro a verlo y a ambos les gustó. Durante los días siguientes, se dedicaron a embalar decenas de cajas con ropa, papeles y objetos de todo tipo. Lo hacían por la noche mientras escuchaban música y charlaban. Laura decidió deshacerse de bastantes cosas, ya que el departamento nuevo tenía la mitad de espacio que el anterior. Se dio cuenta de que la mayoría de los objetos que la rodeaban le eran indiferentes y que había ropa que no utilizaba. Puso una lona en la puerta de su departamento y vendió casi todo lo que tenía: vestidos, sacos, polleras, discos, anteojos de sol.... Al deshacerse de estas cosas, sintió una gran liberación.

El día de la mudanza, unos amigos fueron a ayudarlos a mover las cosas de un departamento al otro. Uno de ellos les prestó su camioneta para transportar los muebles. Ramiro subió y puso en marcha el motor. Laura dijo que iría a verificar que no hubieran olvidado nada adentro. Subió los tres pisos por escalera y entró al departamento completamente desamoblado. La heladera estaba vacía, sólo quedaba una cubetera rota. Le pareció que el lugar se veía más chico que de costumbre. Miró a su alrededor y revisó los cuartos: no quedaba nada. Sacó la llave de su bolsillo, salió y cerró la puerta.

Laura subió a la camioneta y partieron, no sin antes saludar al viejo edificio con la mano. A mitad de camino, Ramiro se detuvo en una plaza para comer unos sandwiches. Se sentaron en el pasto, miraron el camión y se rieron del hecho de que en ese momento no tuvieran una casa armada en ningún lado sino que sus vidas estaban en el camión. Laura pensó en el bien y el mal. Si en ese momento alguien subía al camión, lo ponía en marcha y escapaba con sus cosas, ¿estaría bien causarle el mismo daño a esa persona? La venganza era un tema que siempre le había despertado curiosidad. Cuando terminaron de comer, se subieron al camión y siguieron su camino.